Comienza el curso escolar y nada más agradable que el bullicio de los niños- y las niñas- por los pasillos de la escuela- perdón, del colegio. Estos enormes edificios, que albergan entre sus cuatro paredes a nuestros políticos, barrenderos, arquitectas, abogados, vendedores de pipas, fontaneros y azafatas del mañana, vuelven a llenarse de alborotos. Dos meses de silencio, de inactividad en estas grandes obras arquitectónicas, tan desaprovechadas en los meses vacacionales.
Y así, de repente, ese silencio se torna en algarabía y- avanzando veinte vocablos más en el diccionario- en algazara; esa alegría que proporciona la edad temprana ante los nuevos descubrimientos y que es el principio y el fin de la labor educativa. Sale entonces el silencio por la puerta de atrás, esperando al primer fin de semana para volver a esconderse en algún rincón del aula – que es más o menos como un rincón del alma-, y allí solazarse en sus últimos coletazos de vida.
Nos hemos empeñado en que las escuelas se conviertan en almacenes de ruido, donde prevalece la ley del boceras, quien aún cree que el grado de razón es directamente proporcional al número de decibelios. A ello contribuyen quienes construyeron el edificio, que no debieron pensar que allí convivirían durante horas cientos de personas, y por ello no tuvieron en cuenta los problemas de acústica. De modo que el maestro –perdón, profesor- y los alumnos de conocimiento del medio, además de aprender los afluentes del Miño, reciben, por el mismo precio, una clase sobre los números primos, otra sobre la fotosíntesis y, desde la lejanía, una maraña de acordes disonantes que llegan del aula de música.
Los efectos de la contaminación acústica inciden sobre el sistema cardiovascular, las glándulas endocrinas, el aparato digestivo, y otras afecciones como el estrés, tendencia a actitudes agresivas, dificultades de observación, concentración y rendimiento, irritación y pérdida progresiva de la capacidad auditiva. Por ello, es conveniente tomar conciencia desde la edad escolar y, mejor aún, llevar a la practica actividades saludables.
La diferencia entre una sala “sorda” y una “resonante” viene definida por la reverberación. Para disfrutar de un aula en el que la charla sea amena y saludable, debemos disponer elementos que absorban el sonido. Eso procurará un desarrollo de las sesiones mucho más efectiva y el encantamiento de los alumnos con su aprendizaje.
Dedicar una o dos sesiones a este cometido, nos proporcionará a todos y en corto plazo, mayor rendimiento y mejor salud auditiva. Y es tan sencillo como colocar estos elementos absorbentes, disponer un orden en las intervenciones y aprender a escuchar. Por descontado, eliminar los móviles, los grandes enemigos de la comunicación, por paradójico que parezca. El profesorado tiene la oportunidad de hacer de sus aulas verdaderos lugares de reflexión y aprendizaje. Y para ello, nada mejor que dar ejemplo. Algo que debe ser muy difícil de conseguir, pues no existe conciencia de contaminación acústica y, el día que eso suceda, aún habrá que esperar varios años en su solución. No hay más que ver que aún hoy se sigue fumando en muchos centros, no solo con total impunidad, sino con la ventaja de poder llamar intolerante a quien se atreva a cuestionarlo, y tener el apoyo de la comunidad.
Convendría reservar espacios y tiempos para que ese silencio no abandonase definitivamente su merecido lugar. Así Leonardo, el genio de Vinci más conocido por las novelas de intriga que por su obra, se inspiraba en el silencio, y como él los grandes sabios que en el mundo han sido. El silencio invita a la reflexión, a la duda, a la curiosidad, a la creatividad.
Un ejercicio que proponemos cada comienzo de curso escolar, y que nos ahorra muchos ruidos a lo largo de todo el período, consiste en proponer a los alumnos – y alumnas- una adivinanza. Y estas son las pistas: 1) Presentamos un papel en blanco, y lo exponemos durante algunos segundos, sin decir nada. 2) Hay un valle en la provincia de León con ese nombre. 3) Se encuentra al comienzo y al final de todas las obras musicales. 4) De la película “La vida es bella”: Si lo nombras, desaparece.
Y así, de repente, ese silencio se torna en algarabía y- avanzando veinte vocablos más en el diccionario- en algazara; esa alegría que proporciona la edad temprana ante los nuevos descubrimientos y que es el principio y el fin de la labor educativa. Sale entonces el silencio por la puerta de atrás, esperando al primer fin de semana para volver a esconderse en algún rincón del aula – que es más o menos como un rincón del alma-, y allí solazarse en sus últimos coletazos de vida.
Nos hemos empeñado en que las escuelas se conviertan en almacenes de ruido, donde prevalece la ley del boceras, quien aún cree que el grado de razón es directamente proporcional al número de decibelios. A ello contribuyen quienes construyeron el edificio, que no debieron pensar que allí convivirían durante horas cientos de personas, y por ello no tuvieron en cuenta los problemas de acústica. De modo que el maestro –perdón, profesor- y los alumnos de conocimiento del medio, además de aprender los afluentes del Miño, reciben, por el mismo precio, una clase sobre los números primos, otra sobre la fotosíntesis y, desde la lejanía, una maraña de acordes disonantes que llegan del aula de música.
Los efectos de la contaminación acústica inciden sobre el sistema cardiovascular, las glándulas endocrinas, el aparato digestivo, y otras afecciones como el estrés, tendencia a actitudes agresivas, dificultades de observación, concentración y rendimiento, irritación y pérdida progresiva de la capacidad auditiva. Por ello, es conveniente tomar conciencia desde la edad escolar y, mejor aún, llevar a la practica actividades saludables.
La diferencia entre una sala “sorda” y una “resonante” viene definida por la reverberación. Para disfrutar de un aula en el que la charla sea amena y saludable, debemos disponer elementos que absorban el sonido. Eso procurará un desarrollo de las sesiones mucho más efectiva y el encantamiento de los alumnos con su aprendizaje.
Dedicar una o dos sesiones a este cometido, nos proporcionará a todos y en corto plazo, mayor rendimiento y mejor salud auditiva. Y es tan sencillo como colocar estos elementos absorbentes, disponer un orden en las intervenciones y aprender a escuchar. Por descontado, eliminar los móviles, los grandes enemigos de la comunicación, por paradójico que parezca. El profesorado tiene la oportunidad de hacer de sus aulas verdaderos lugares de reflexión y aprendizaje. Y para ello, nada mejor que dar ejemplo. Algo que debe ser muy difícil de conseguir, pues no existe conciencia de contaminación acústica y, el día que eso suceda, aún habrá que esperar varios años en su solución. No hay más que ver que aún hoy se sigue fumando en muchos centros, no solo con total impunidad, sino con la ventaja de poder llamar intolerante a quien se atreva a cuestionarlo, y tener el apoyo de la comunidad.
Convendría reservar espacios y tiempos para que ese silencio no abandonase definitivamente su merecido lugar. Así Leonardo, el genio de Vinci más conocido por las novelas de intriga que por su obra, se inspiraba en el silencio, y como él los grandes sabios que en el mundo han sido. El silencio invita a la reflexión, a la duda, a la curiosidad, a la creatividad.
Un ejercicio que proponemos cada comienzo de curso escolar, y que nos ahorra muchos ruidos a lo largo de todo el período, consiste en proponer a los alumnos – y alumnas- una adivinanza. Y estas son las pistas: 1) Presentamos un papel en blanco, y lo exponemos durante algunos segundos, sin decir nada. 2) Hay un valle en la provincia de León con ese nombre. 3) Se encuentra al comienzo y al final de todas las obras musicales. 4) De la película “La vida es bella”: Si lo nombras, desaparece.