La escuela es lugar de encuentro.
La mañana transcurre en la algarabía de los niños que acuden a sus aulas, mochila al hombro. Bullen los muros del nuevo edificio con esta alegría de los que aseguran el futuro de nuestros pueblos.
Al mediodía se hace un silencio tenue. Apenas algún tren, que corta el pueblo por su columna vertebral, rompe el tránsito callado de la siesta.
El sol está en lo más alto y comienzan a abrirse algunas puertas. Fluyen por las calles buscando la sombra, unas en soledad, otras se han citado en el quiosco, las alumnas del aula de adultos. En la calle que va a la carretera general se encuentran: ¿Qué estás leyendo?, ¿Ha venido tu hijo?, ¿Cómo está tu hermana?. Las conversaciones se entrecruzan en un orden caótico en un caos ordenado. Hablan, sonríen, se animan, viven. Porque han aprendido a vivir, “carpe diem”, porque se han descubierto a sí mismas y han descubierto el grupo como elemento integrador y de terapia.
Apenas una carpeta con las fichas, un lápiz y un bolígrafo, casi siempre de propaganda. Y mucha, mucha ilusión, la pasión por aprender, la suerte de estar en la edad adecuada para enseñar. Porque, no nos engañemos, la escuela no enseña, enseña la vida. Y hay que enredar la escuela y la vida en un todo. Tenemos que llevar la vida a la escuela y la escuela a la vida si realmente pretendemos otra escuela y otro mundo. Y lo demás son parcheos, falsos espejos que devuelven a la sociedad sus propias carencias.
La puerta siempre abierta, puerta negra que parece estar en un rincón del tiempo, acompasando en su abrir y cerrar a tantas generaciones de maestros y alumnos. Chirría y, cualquiera que no lo conozca, sabe que tras ella se perderá entre un pasillo que se abre a un lado y una escalera al otro. Al aula se accede dejando a un lado el mural que dibujó Moisés, donde el loco-cuerdo Don Quijote cabalga junto a su compañero Sancho por las mismas calles del pueblo. Se funden la historia y los libros, la tierra y los tiempos.
Aún permanecen las tres carabelas que anunciaban la última exposición del “Día del libro”, aquel que dedicamos a “La mar de libros”. Cuando el aula respiraba tanto color que entrar en él era como entrar en un gran escenario donde uno se convierte, al mismo tiempo, en actor y espectador. Todos enseñamos, todos aprendemos.
Espacio acogedor hasta tal punto que quien viene no quiere irse. Las horas pasan deprisa, no hay forma de atraparlas. Quienes cruzan el umbral quisieran permanecer aquí hasta la media noche y aún más. Por eso, para vivir esa experiencia única del encuentro, de la complicidad, viene Julio, con su enamoramiento de las palabras; Ino, entre la pasión por el mudéjar y el pringue de los huesillos que nos regala; José María, siempre entre versos; María Victoria entre lecturas y Sara reconstruyendo paisajes en la otra parte del planeta. Alfonso y sus historias fantásticas y de las otras; Pascual y su “mare nostrum”, Lanau y sus mágicas recetas traídas de La Mancha, José Carlos y sus descubrimientos, Javier y su carisma para cautivar con la palabra, Alicia desde el otro lado de la calle y Basilio desde Suiza, Clemen desde Fontiveros, y tantos y tantos otros que nos visitaron y siempre volvieron.
Palabras, colores, sonidos, sensaciones de ida y vuelta. Cada día una aventura que nos apresa, desentrañando los misterios de la vida, del grupo, de la escuela en estado puro. Sin calificaciones, sin descalificaciones, sin cosméticos, sin organigramas, sin intereses a plazo fijo ni variable, sin medianías. La escuela que emociona, que mueve y conmueve. ¡Cómo se extrañó – entrañó- el tribunal de oposición al oírlo! La escuela de puertas, almas, abiertas. Para que entre aire fresco, en verano para acogernos y en invierno para despejar los miedos. La escuela del ser, no del estar. La escuela de las vocaciones, no de las vacaciones. La escuela de verdad. La que no está en las leyes, ni en los decretos, ni siquiera en la tradición. La escuela nueva, creativa, sin prisas, sin causas, sin razón, con razones. Corazones.La palabra en sí misma que vela y desvela, que une y atrapa sin remedio, que fluye entre la “Noche oscura” de Fray Juan y las “Greguerías” de Gómez de la Serna. Versos que se caen a veces por entre las rendijas de las carpetas, como deseando vocear por el pueblo: ¡Estamos aquí, venid a compartir la escuela con nosotros!
La mañana transcurre en la algarabía de los niños que acuden a sus aulas, mochila al hombro. Bullen los muros del nuevo edificio con esta alegría de los que aseguran el futuro de nuestros pueblos.
Al mediodía se hace un silencio tenue. Apenas algún tren, que corta el pueblo por su columna vertebral, rompe el tránsito callado de la siesta.
El sol está en lo más alto y comienzan a abrirse algunas puertas. Fluyen por las calles buscando la sombra, unas en soledad, otras se han citado en el quiosco, las alumnas del aula de adultos. En la calle que va a la carretera general se encuentran: ¿Qué estás leyendo?, ¿Ha venido tu hijo?, ¿Cómo está tu hermana?. Las conversaciones se entrecruzan en un orden caótico en un caos ordenado. Hablan, sonríen, se animan, viven. Porque han aprendido a vivir, “carpe diem”, porque se han descubierto a sí mismas y han descubierto el grupo como elemento integrador y de terapia.
Apenas una carpeta con las fichas, un lápiz y un bolígrafo, casi siempre de propaganda. Y mucha, mucha ilusión, la pasión por aprender, la suerte de estar en la edad adecuada para enseñar. Porque, no nos engañemos, la escuela no enseña, enseña la vida. Y hay que enredar la escuela y la vida en un todo. Tenemos que llevar la vida a la escuela y la escuela a la vida si realmente pretendemos otra escuela y otro mundo. Y lo demás son parcheos, falsos espejos que devuelven a la sociedad sus propias carencias.
La puerta siempre abierta, puerta negra que parece estar en un rincón del tiempo, acompasando en su abrir y cerrar a tantas generaciones de maestros y alumnos. Chirría y, cualquiera que no lo conozca, sabe que tras ella se perderá entre un pasillo que se abre a un lado y una escalera al otro. Al aula se accede dejando a un lado el mural que dibujó Moisés, donde el loco-cuerdo Don Quijote cabalga junto a su compañero Sancho por las mismas calles del pueblo. Se funden la historia y los libros, la tierra y los tiempos.
Aún permanecen las tres carabelas que anunciaban la última exposición del “Día del libro”, aquel que dedicamos a “La mar de libros”. Cuando el aula respiraba tanto color que entrar en él era como entrar en un gran escenario donde uno se convierte, al mismo tiempo, en actor y espectador. Todos enseñamos, todos aprendemos.
Espacio acogedor hasta tal punto que quien viene no quiere irse. Las horas pasan deprisa, no hay forma de atraparlas. Quienes cruzan el umbral quisieran permanecer aquí hasta la media noche y aún más. Por eso, para vivir esa experiencia única del encuentro, de la complicidad, viene Julio, con su enamoramiento de las palabras; Ino, entre la pasión por el mudéjar y el pringue de los huesillos que nos regala; José María, siempre entre versos; María Victoria entre lecturas y Sara reconstruyendo paisajes en la otra parte del planeta. Alfonso y sus historias fantásticas y de las otras; Pascual y su “mare nostrum”, Lanau y sus mágicas recetas traídas de La Mancha, José Carlos y sus descubrimientos, Javier y su carisma para cautivar con la palabra, Alicia desde el otro lado de la calle y Basilio desde Suiza, Clemen desde Fontiveros, y tantos y tantos otros que nos visitaron y siempre volvieron.
Palabras, colores, sonidos, sensaciones de ida y vuelta. Cada día una aventura que nos apresa, desentrañando los misterios de la vida, del grupo, de la escuela en estado puro. Sin calificaciones, sin descalificaciones, sin cosméticos, sin organigramas, sin intereses a plazo fijo ni variable, sin medianías. La escuela que emociona, que mueve y conmueve. ¡Cómo se extrañó – entrañó- el tribunal de oposición al oírlo! La escuela de puertas, almas, abiertas. Para que entre aire fresco, en verano para acogernos y en invierno para despejar los miedos. La escuela del ser, no del estar. La escuela de las vocaciones, no de las vacaciones. La escuela de verdad. La que no está en las leyes, ni en los decretos, ni siquiera en la tradición. La escuela nueva, creativa, sin prisas, sin causas, sin razón, con razones. Corazones.La palabra en sí misma que vela y desvela, que une y atrapa sin remedio, que fluye entre la “Noche oscura” de Fray Juan y las “Greguerías” de Gómez de la Serna. Versos que se caen a veces por entre las rendijas de las carpetas, como deseando vocear por el pueblo: ¡Estamos aquí, venid a compartir la escuela con nosotros!