¿Cuál será la próxima revolución?
Hay una gran mayoría de científicos convencidos de que la próxima revolución, la que cambiará nuestras vidas hasta límites irreconocibles, será la fusión de la biología y la tecnología, que ya ha empezado. Esta revolución avanza a pasos agigantados, pero yo estoy convencido de dos cosas: de que no será la más importante y de que le va a ganar la partida otro tipo de transformación que se expresará, a la vez, más profunda y lentamente.
¿Por qué digo eso? Les pido a mis lectores que cierren los ojos un instante e imaginen la actividad que peor funciona de todas las prestaciones universalizadas: la justicia, la seguridad ciudadana, la enseñanza, la sanidad, el ocio, el transporte o la asistencia social a ancianos y necesitados. Otros y yo hemos hecho esta prueba en contextos sociales muy diversos. Pues bien, por ello puedo anticiparles el resultado de su experimento. Son muy pocos los que aludirán a la educación o la enseñanza como a la actividad que atraviesa la crisis más grave.
Y, sin embargo, es, a mucha distancia de las demás, la que menos está respondiendo a las exigencias de las sociedades modernas. Tenemos un sistema educativo instalado en la Prehistoria. Intuimos ahora que la reforma educativa de los próximos 50 años a nivel mundial se caracterizará por una reforma radical de la profesión de maestro. Lejos de ser una profesión liviana, la de maestro será una carrera con un contenido más profesional y complejo que cualquier otra.
Lo que está aflorando del análisis en curso es que el objeto de la reforma no es tanto alterar la complejidad de las clases globalizadas, ni la propia sociedad, como la categoría de los maestros, que verán sus objetivos transformados. El objetivo no será cambiar las clases, que, a veces, fruto del proceso de globalización, parecen una reunión de 30 jóvenes con problemas mentales gritando a sus maestros. Tampoco podemos cambiar de la noche a la mañana las asociaciones de padres, que parecen compaginar un desinterés inaudito por la educación de sus hijos con una cierta agresividad contra el profesorado.
¿Cuál será, pues, a partir de pasado mañana, la misión de los sistemas educativos en el futuro? ¿Formar especialistas? No. La reforma de la enseñanza se propondrá dimensionar ciudadanos en un mundo globalizado. ¿Pertrechar las mentes de sus estudiantes? No. Los esfuerzos venideros en materia educativa apuntarán a reformar los corazones de la infancia y la juventud, olvidados por la obsesión exclusiva en los contenidos académicos.
¿Cómo se consigue alcanzar esta misión? Cumpliendo estos dos objetivos. Uno: aprender a gestionar la diversidad de las aulas modernas, a las que ha cambiado profundamente su cariz la globalización. Se trata de fomentar la inteligencia social y no sólo la individual, hacer que sirva para concatenar cerebros dispares y distintos, tomando buena nota de sus diferencias étnicas, culturales y sociales.
Simultáneamente –y éste es el otro objetivo–, resultará imprescindible que los maestros fomenten el aprendizaje de las emociones positivas y negativas, que son comunes a todos los individuos y previas a los contenidos académicos destilados a la infancia; es decir, aprender a gestionar lo que nos es común a todos. Se trata de enseñar a los jóvenes a gestionar la rabia, la pena, la agresividad, la sorpresa, la felicidad, la envidia, el desprecio, la ansiedad, el asco o la sorpresa.
Al profundizar en el sistema de enseñanza del futuro, estamos constatando que, lejos de ser la profesión de maestro una de las más livianas, es ya, sin lugar a dudas, las más compleja y sofisticada de todas ellas. ¿Cómo ha podido la sociedad, los propios educandos y las instituciones hacer gala de tanta ceguera?
Eduardo Punset