Desde
la Ley General de Educación (1970) de Villar Palasí, en los estertores
de la dictadura, hasta el día de hoy contamos ocho Leyes de Educación. Esta
retahíla de reglamentos, decretos, normas y disposiciones, suman un cúmulo de
despropósitos imposible de imaginar por el hombre del Paleolítico inferior. La
sucesión de incongruencias y ocurrencias ha derivado, año tras año, en unos
niveles educativos más propios de un país en vías de desarrollo, siendo
generosos.
La
obsesión de cada partido que llega al poder por crear una nueva Ley produce tal
desconcierto en la Comunidad Escolar que, cuando aún no hemos pasado a limpio
programas y proyectos, nos vemos afilando los lápices para ponernos al día con
la nueva bufonada que nos regala una mayoría que se siente con derecho a todo.
No,
no pierden el tiempo en evaluarse a sí mismos, en desgranar la inconmensurable sucesión
de incoherencias que han llevado este país a unas cotas de paro y pérdida de
derechos sociales inimaginables. No, prefieren aventurarse en hazañas que les son
ajenas, encomendándose a la iglesia católica y algunos sectores que añoran
tiempos pasados que sí, fueron mejores, pero por pasados.
¿Cómo
es posible que se sientan tan lúcidos como para elaborar una Ley de Educación
en apenas unos meses? ¿Acaso dan por supuesto que ya nace con fecha de
caducidad como todas las anteriores? ¿Por qué, si el ámbito educativo les es
ajeno, no consultan a maestros, profesores, pedagogos, expertos? ¿Qué sector de
la Comunidad Escolar es partidaria de una Ley segregadora, sectaria, clasista y
desfasada? ¿Por qué ha de pedírsele, particularmente, a la iglesia católica su
opinión en cuanto a educación, sanidad o programación de la televisión pública?
¿Puede la iglesia condicionar con una materia sectaria el futuro académico y
profesional de nuestros jóvenes? ¿Puede la iglesia obligar a quienes no deseen
cursar su doctrina a recibir otra asignatura para compensar el horario? ¿No
sería más justo que ese adoctrinamiento se ejerciera fuera del horario escolar?
¿O tienen miedo de quedarse sin clientela? Si tanto presumen del porcentaje de
alumnos que eligen la religión como materia optativa, por qué no se ponen a
prueba impartiéndola al acabar la jornada escolar? No, no lo harán. ¿Por qué,
en el colmo de la desfachatez, seguimos pagando con dinero público a un
profesorado cada vez más protegido y que no ha superado una oposición como el
resto de compañeros, atendiendo a los principios de igualdad y méritos?
Una
Ley de Educación creada desde los despachos, a años luz de la realidad de las
aulas, nace muerta; un nuevo fiasco- y van ocho- del que nadie les pedirá
cuentas cuando el fracaso escolar, el absentismo y el abandono del profesorado a su suerte, sigan escalando cuotas de
vergüenza. ¿Acaso alguno de los Ministros de Educación, padres de Leyes que
ahondaron en estos males, ha tenido la deferencia de salir a pedirnos perdón?
No, y no lo harán.
Como
mucho, en alguna ocasión se han dignado en pedir opinión a “nuestros” representantes
sindicales, especie protegida que abandona la escuela en ocasiones durante
décadas, y a quienes la realidad educativa les sonará a música celestial.
Déjense
de zarandajas, visiten las aulas, sean conscientes de la falta de recursos
personales y materiales, analicen con seriedad y objetividad la situación de
nuestro sistema educativo y pónganse a trabajar con rigor y disciplina. Dejen
de frivolizar con lo que debiera ser la madre de todas las reformas y el futuro
de un país: la educación. Flaco favor están haciendo con estas ocurrencias,
minusvalorando al profesorado, no dotándole de la autoridad que merece y haciéndole pagar la
gran estafa – que no “crisis”- en la que nos han sumido unos gobernantes que no
están a la altura de la ciudadanía, al punto de convertirse en uno de los
principales problemas.
Eviten
la implantación de esta nueva Ley, siéntense representantes de todos los
partidos- aquellos que sepan algo de algo de educación-, déjense asesorar por
los excelentes pedagogos que disponemos, pregunten al maestro a pie de aula,
reorganicen de una santa vez el deslavazado mapa escolar. Tómense el tiempo que
necesiten para alcanzar un consenso, propongan una Ley de Educación coherente,
que realmente esté dirigida a sacarnos de este averno en el que gobiernos de
uno y otro color nos han sumido, y, como estado aconfesional, dejen al margen
las opiniones sectarias. Cuando hayan alcanzado ese consenso, emitan una
memoria económica detallada que posibilite su desarrollo. Y alcanzado ese
punto, déjennos trabajar con la seguridad de que en décadas nadie vendrá a importunarnos
con “competencias básicas”, “ciudadanías y valores”, “religiones”, “procesos de
enseñanza/aprendizaje”,…
Y
si no son capaces de hacer algo mejor, al menos no lo empeoren. Nosotros les
seguiremos pagando suculentos sueldos a sus señorías y a sus múltiples
asesores. Pero…
¡Por favor, déjennos
trabajar y dejen trabajar al alumnado!
Javier Sánchez Sánchez