La inconsistencia de la obra artística como valor de hecho se hace patente desde el instante en que despega de las manos del creador, quien se aproxima a su engendro con recelo y a sabiendas de que no será más que pura materia para la contemplación. El sentido que pueda tener su obra, viene dado únicamente por el observador y determinado por su buen o mal juicio. Es, pues, aventurado, adentrarse en el enigmático mundo de la valía de la obra artística per se.
Del inmenso piélago de creaciones, venimos a descubrir aquellas que más se acercan a nuestra visión de la vida y del universo, de las cosas, al paradigma de conocimiento que nos ha sido revelado desde nuestra llegada al mundo.
Cuando Paul Auster, el espigado autor americano, ahonda en la nulidad del arte desde el punto de vista práctico, asume que esa nulidad, o mejor inutilidad, es lo que le da el valor que se le atribuye. Al igual que Ionesco, quien afirmaba que “el teatro es inútil, pero su inutilidad es indispensable”. En su no ser, el arte llega a ser. Porque más que un mero producto elaborado, existe una evolución, proceso creativo, que es quien otorga al arte su sentido. Este proceso alcanza más allá de la profesión de artista, valga el contrasentido; sin embargo, las otras empresas que ocupan al ser humano no precisan orientar la atención a ese hacer, por cuanto hallamos significado tanto en el desarrollo del producto como en su posterior explotación.
El arte, inútil en su aspecto práctico, cobra todo el interés en ese proceso en que el creador se enfrenta consigo mismo en una espiral de imposibles, aceptando el insomnio y la locura para entretener su mente en una busca sin retorno. Al límite de las emociones, va abriendo brechas en el oscuro túnel de lo incierto, como el náufrago o el preso que no cesan en explorar el lugar recóndito por donde escapar de su yugo. Espejos cóncavos lo atrapan y entretienen mientras navega por sus desvelos con el único propósito de encontrar una rendija donde alcanzar un nuevo posible, en términos del italiano Héctor Fiorini.
Auster profundiza en esta idea observando que, precisamente, el acto creativo es lo que nos identifica como seres humanos. Es la esencia del ser. La creatividad, en su aspecto más lúdico y placentero, ahuyenta todos los males que aquejan a la especie humana, y que emergen con más fiereza aprovechando los destierros que nos concede esta era de las comunicaciones. Porque más allá de la individualidad, el grupo también enferma, del mismo modo, por ausencia de ideas, de creaciones. Permanece en un inmovilismo no solamente asumido, sino venerado hasta el punto de no admitir innovación alguna. Persiste, resiste, en una rutina admitida y custodiada con especial cuidado, permitiendo la parálisis en formas propias de épocas pasadas, despreciando cuantos recursos se le regalan, por miedo unas veces y para asegurar su pretendida supervivencia otras. De este modo, se contribuye a esa inmanencia en formas ancestrales. Se rechaza cualquier propuesta innovadora por considerarla peligrosa, cuando el verdadero peligro está en el propio grupo incapaz de asumir sus carencias y expandirse mediante la obra creativa, la iniciativa.
El arte, como proceso, adquiere uno de sus valores más preciados: se convierte en terapia. La creatividad nos da la posibilidad de sentirnos únicos desde la unicidad de nuestra obra; su negación nos mantiene sumisos a cuanto acontece; o lo que es lo mismo, enfermos. En su sentido catártico la obra de arte nos suscita un sentimiento de purificación y liberación.
Insiste el escritor americano en que esta necesidad de hacer, de crear, es un impulso humano fundamental. A decir verdad, así es y así nos lo muestra la pléyade de inventos que cada día nos inunda. Pero si observamos a las personas en su inmovilismo social, al grupo en su rigidez atávica, nos surgen importantes dudas. Entonces, decía Gandhi, “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
Del inmenso piélago de creaciones, venimos a descubrir aquellas que más se acercan a nuestra visión de la vida y del universo, de las cosas, al paradigma de conocimiento que nos ha sido revelado desde nuestra llegada al mundo.
Cuando Paul Auster, el espigado autor americano, ahonda en la nulidad del arte desde el punto de vista práctico, asume que esa nulidad, o mejor inutilidad, es lo que le da el valor que se le atribuye. Al igual que Ionesco, quien afirmaba que “el teatro es inútil, pero su inutilidad es indispensable”. En su no ser, el arte llega a ser. Porque más que un mero producto elaborado, existe una evolución, proceso creativo, que es quien otorga al arte su sentido. Este proceso alcanza más allá de la profesión de artista, valga el contrasentido; sin embargo, las otras empresas que ocupan al ser humano no precisan orientar la atención a ese hacer, por cuanto hallamos significado tanto en el desarrollo del producto como en su posterior explotación.
El arte, inútil en su aspecto práctico, cobra todo el interés en ese proceso en que el creador se enfrenta consigo mismo en una espiral de imposibles, aceptando el insomnio y la locura para entretener su mente en una busca sin retorno. Al límite de las emociones, va abriendo brechas en el oscuro túnel de lo incierto, como el náufrago o el preso que no cesan en explorar el lugar recóndito por donde escapar de su yugo. Espejos cóncavos lo atrapan y entretienen mientras navega por sus desvelos con el único propósito de encontrar una rendija donde alcanzar un nuevo posible, en términos del italiano Héctor Fiorini.
Auster profundiza en esta idea observando que, precisamente, el acto creativo es lo que nos identifica como seres humanos. Es la esencia del ser. La creatividad, en su aspecto más lúdico y placentero, ahuyenta todos los males que aquejan a la especie humana, y que emergen con más fiereza aprovechando los destierros que nos concede esta era de las comunicaciones. Porque más allá de la individualidad, el grupo también enferma, del mismo modo, por ausencia de ideas, de creaciones. Permanece en un inmovilismo no solamente asumido, sino venerado hasta el punto de no admitir innovación alguna. Persiste, resiste, en una rutina admitida y custodiada con especial cuidado, permitiendo la parálisis en formas propias de épocas pasadas, despreciando cuantos recursos se le regalan, por miedo unas veces y para asegurar su pretendida supervivencia otras. De este modo, se contribuye a esa inmanencia en formas ancestrales. Se rechaza cualquier propuesta innovadora por considerarla peligrosa, cuando el verdadero peligro está en el propio grupo incapaz de asumir sus carencias y expandirse mediante la obra creativa, la iniciativa.
El arte, como proceso, adquiere uno de sus valores más preciados: se convierte en terapia. La creatividad nos da la posibilidad de sentirnos únicos desde la unicidad de nuestra obra; su negación nos mantiene sumisos a cuanto acontece; o lo que es lo mismo, enfermos. En su sentido catártico la obra de arte nos suscita un sentimiento de purificación y liberación.
Insiste el escritor americano en que esta necesidad de hacer, de crear, es un impulso humano fundamental. A decir verdad, así es y así nos lo muestra la pléyade de inventos que cada día nos inunda. Pero si observamos a las personas en su inmovilismo social, al grupo en su rigidez atávica, nos surgen importantes dudas. Entonces, decía Gandhi, “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
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