A la bautizada “Generación NI NI” le sucederá sin duda la “Generación NA NA”. Se tratará de seres sin obligación alguna, con todos los derechos adquiridos y a quienes habrá que cantar una nana mientras se les cambia el pañal. Seres inertes, manos ocupadas en un teclado virtual, ojos fijos en una pantalla desde la que gestionarán su supuesta vida. Vivirán en cubículos oscuros, - las pantallas reflejan la luz-, y disfrutarán de innumerables hipotéticas fiestas. ¡Y serán felices! Felices en el sentido de felicidad creado desde que el conformismo se alistó entre nosotros.
La generación de los 80 es la denominada “Generación Y”, y no merece muchas líneas pues son un "sí-es no-es" indefinible. Habrá de pasar tiempo para conocer el alcance de su presencia, si es que la tuvieron alguna vez.
Antes, los nacidos en la década de los 60, somos la “Generación X”, incógnita que define perfectamente nuestra esencia y niega nuestra existencia. Sobrevivimos por el duro trabajo de nuestros padres y, lloramos mucho para superar sus miedos de posguerra. No estábamos preparados para asimilar sus carencias y tampoco para innovar sin que nos defenestrasen. Sencillamente se nos ignoraba.
Nos codeamos con los mejores, desde Gandhi hasta Ché Guevara, pasando por el propio Jesucristo o Bob Dylan, Los Beatles o la quinta del Buitre. Algunos, además, y por necesidades del guión, conocimos a Hesse, a Molière e incluso a Hans Küng. Aprendimos a decir no, a costa incluso de perder trabajos, con tal de no tragar con el caciquismo imperante, coletazos del antiguo régimen, durante la transición. La confianza en nuestras capacidades lo permitía; sabíamos que más pronto que tarde la vida nos guardaba un sitio, el nuestro. Y negábamos, por ello, todo lo que no se acomodase a los valores que habíamos aprendido.
Nos llamaron de todo quienes preferían guardar sus talentos en lugar de luchar, invertirlos en su futuro. “Un día te vas a estrellar...”, nos decían.
Daba miedo escuchar eso. Pero se nos pasó el día en que un camión realizó un adelantamiento y nos dejó su remolque apenas a un palmo de nuestro parabrisas. Descubrimos de repente que era más fácil estrellarse, sin eufemismos, contra un trailer alemán a pesar de respetar las señales, que rebelándonos contra lo establecido.
Hoy somos – el verbo ser siempre estuvo peleado con el “tener”- lo que quisimos ser. Disfrutamos de lo que siempre quisimos hacer. Conocemos el significado de la palabra trabajo, y justicia, y solidaridad. Y los profetas apocalípticos, a estas alturas, todavía se atreven a darnos consejos: “Te vas a estrellar...”. Porque seguimos recomponiendo el mundo aunque nos llamen ilusos y, como decía Badem Powell, queremos dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos, queremos pasar por la vida y no que la vida pase por nosotros.
Nuestros alumnos absorben algo de esta quintaesencia que les transmitimos. Lo menos, pues el influjo mediático y la impunidad les protege. En medio de una crisis galopante, con un futuro más que incierto, echo de menos esa rebeldía de la que aún guardamos rescoldos y que ni siquiera ha prendido en esta nueva generación apática, abúlica y triste. Por eso, cuando un alumno, casi nunca, viene a reclamarme algo, a protestar por algo, me reconozco en él y confío en que no corre horchata por sus venas. Incluso, si son sus padres quienes se rebelan, casi nunca, me queda la esperanza de que algo podrán inculcarle de ese espíritu inconformista.
Algún día, algún día nos estrellaremos por intentar imitar a nuestros referentes; algún día, algún atrevido alumno se estrellará por intentar imitarnos. Eso sí, antes tiene muchas oportunidades de hacerlo, sin eufemismos, contra un camión alemán cuyo conductor olvide mirar por el retrovisor.
La generación de los 80 es la denominada “Generación Y”, y no merece muchas líneas pues son un "sí-es no-es" indefinible. Habrá de pasar tiempo para conocer el alcance de su presencia, si es que la tuvieron alguna vez.
Antes, los nacidos en la década de los 60, somos la “Generación X”, incógnita que define perfectamente nuestra esencia y niega nuestra existencia. Sobrevivimos por el duro trabajo de nuestros padres y, lloramos mucho para superar sus miedos de posguerra. No estábamos preparados para asimilar sus carencias y tampoco para innovar sin que nos defenestrasen. Sencillamente se nos ignoraba.
Nos codeamos con los mejores, desde Gandhi hasta Ché Guevara, pasando por el propio Jesucristo o Bob Dylan, Los Beatles o la quinta del Buitre. Algunos, además, y por necesidades del guión, conocimos a Hesse, a Molière e incluso a Hans Küng. Aprendimos a decir no, a costa incluso de perder trabajos, con tal de no tragar con el caciquismo imperante, coletazos del antiguo régimen, durante la transición. La confianza en nuestras capacidades lo permitía; sabíamos que más pronto que tarde la vida nos guardaba un sitio, el nuestro. Y negábamos, por ello, todo lo que no se acomodase a los valores que habíamos aprendido.
Nos llamaron de todo quienes preferían guardar sus talentos en lugar de luchar, invertirlos en su futuro. “Un día te vas a estrellar...”, nos decían.
Daba miedo escuchar eso. Pero se nos pasó el día en que un camión realizó un adelantamiento y nos dejó su remolque apenas a un palmo de nuestro parabrisas. Descubrimos de repente que era más fácil estrellarse, sin eufemismos, contra un trailer alemán a pesar de respetar las señales, que rebelándonos contra lo establecido.
Hoy somos – el verbo ser siempre estuvo peleado con el “tener”- lo que quisimos ser. Disfrutamos de lo que siempre quisimos hacer. Conocemos el significado de la palabra trabajo, y justicia, y solidaridad. Y los profetas apocalípticos, a estas alturas, todavía se atreven a darnos consejos: “Te vas a estrellar...”. Porque seguimos recomponiendo el mundo aunque nos llamen ilusos y, como decía Badem Powell, queremos dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos, queremos pasar por la vida y no que la vida pase por nosotros.
Nuestros alumnos absorben algo de esta quintaesencia que les transmitimos. Lo menos, pues el influjo mediático y la impunidad les protege. En medio de una crisis galopante, con un futuro más que incierto, echo de menos esa rebeldía de la que aún guardamos rescoldos y que ni siquiera ha prendido en esta nueva generación apática, abúlica y triste. Por eso, cuando un alumno, casi nunca, viene a reclamarme algo, a protestar por algo, me reconozco en él y confío en que no corre horchata por sus venas. Incluso, si son sus padres quienes se rebelan, casi nunca, me queda la esperanza de que algo podrán inculcarle de ese espíritu inconformista.
Algún día, algún día nos estrellaremos por intentar imitar a nuestros referentes; algún día, algún atrevido alumno se estrellará por intentar imitarnos. Eso sí, antes tiene muchas oportunidades de hacerlo, sin eufemismos, contra un camión alemán cuyo conductor olvide mirar por el retrovisor.
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