Hablar de autoridad, orden o disciplina en el colegio es poco menos que arriesgarse a que te llamen carca. Poco más y tenemos que pedir perdón cada vez que tomamos la palabra para decir a los compañeros que queremos dar clase en paz, sin ruiditos, sin gritos en los pasillos; que es conveniente mantener orden y silencio en las entradas y salidas... Vamos, lo normal para alguien normal.
Pero no, vivimos en un mundo anormal donde el que más grita es el que más sabe, modelo copiado de los programas de mayor audiencia en TV, ¡que manda narices! Mantener una reunión respetando el turno de palabra, escuchar al compañero que nos cuenta algo, dar una clase sin interrupciones, pertenece a un pasado denostado por los nuevos listos, que son capaces de contarte la vida de un famosillo con pelos y señales.
Vamos por la vida despreciando las señales de alarma, vagamos haciendo caso omiso a normas elementales, vivimos en burbujas cojoneras donde solo oímos nuestra voz y somos capaces de vender nuestra alma al diablo porque todo el mundo sepa que estamos ahí.
Claro que, en una de estas, mientras obviamos al mundo resoplando nuestra vuvuzela de ombligo, viene el tren y nos arrolla con todo nuestro equipaje verborreico. Entonces, la culpa es del maquinista, o de las vías, o de la madre del árbitro. Porque, oiga, los muertos siempre tienen razón.
Pero no, vivimos en un mundo anormal donde el que más grita es el que más sabe, modelo copiado de los programas de mayor audiencia en TV, ¡que manda narices! Mantener una reunión respetando el turno de palabra, escuchar al compañero que nos cuenta algo, dar una clase sin interrupciones, pertenece a un pasado denostado por los nuevos listos, que son capaces de contarte la vida de un famosillo con pelos y señales.
Vamos por la vida despreciando las señales de alarma, vagamos haciendo caso omiso a normas elementales, vivimos en burbujas cojoneras donde solo oímos nuestra voz y somos capaces de vender nuestra alma al diablo porque todo el mundo sepa que estamos ahí.
Claro que, en una de estas, mientras obviamos al mundo resoplando nuestra vuvuzela de ombligo, viene el tren y nos arrolla con todo nuestro equipaje verborreico. Entonces, la culpa es del maquinista, o de las vías, o de la madre del árbitro. Porque, oiga, los muertos siempre tienen razón.
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