Vimos y vivimos la Marcha "negra”
Veinticuatro horas dan para mucho, sobre todo cuando estás rodeado constantemente por más de doscientas personas que, ante todo, son doscientas historias. La mayoría de ellos- los protagonistas-, mineros; algunos periodistas, algunos políticos y sindicalistas venidos a más – los más a menos-, y algún que otro curioso. Al margen, los que buscaron la foto o dieron el titular y salieron huyendo porque “esta no es su guerra”, como si uno pudiera abstraerse de cualquiera de las “guerras”, e incluso guerras, que hay en el mundo.
Más de trescientos kilómetros en sus pies, fatiga, esperanza, desesperanza; sentimientos que se entremezclan en una amalgama maldita que no les deja dormir si no fuera porque puede más el cansancio que la cabeza entretenida. Una foto de Santa Bárbara y un texto: “Solo nos arrodillamos ante ella”; un casco: “Mi padre también fue minero”, otro casco con la foto de una niña, una hija; muchas camisetas que redundan en frases escritas para la “lucha”: “Nos quieren quitar todo”; “No somos terroristas”…
Peregrinaje de negrura, de sombra que recorre la estepa castellana que arde bajo el sol de estío; caminar firme y ligero con la mirada puesta en la meta. Se apoyan, la música sobre todo es terapia, en cantos que mitigan su dolor, el de sus pies y el de su corazón.
Asturias, León, Teruel, quedan cada vez más lejos. Abandonan a sus madres, a sus hijos, su tierra y su sol para, algún día, reencontrarse con ellos y decir: “Valió la pena”.
Doscientas historias que nos redimen de nuestra crueldad con el ser humano, que nos reconcilian con las personas más allá de su credo, su bandera, su mirada; doscientas gestas vividas una a una y ahora, todas, en común.
Cae la tarde. Los voluntarios han recuperado los pies dañados y, sobre todo, la confianza en el objetivo. Los periodistas, entre ellos un freelance, redactan la penúltima crónica del día. Los políticos hace tiempo que salieron a atender asuntos “más” importantes. Poco a poco se apagan las luces en el pabellón donde descansan. Se hace la oscuridad. No tienen miedo: la mina es más oscura, y más negra, y más lóbrega. De la mina salieron casi todos, de aquí no saben si saldrá alguno. Los curiosos se asomaron, los aplaudieron, hicieron la foto y volvieron a sus menesteres. Nunca preguntaron cómo se llamaban, si sus hijos iban a la escuela o quién era esa mujer que les acariciaba la cabeza mientras eran curadas sus heridas.
Y lo peor, nunca creyeron que esta “guerra” también era su “guerra”.
Veinticuatro horas dan para mucho, sobre todo cuando estás rodeado constantemente por más de doscientas personas que, ante todo, son doscientas historias. La mayoría de ellos- los protagonistas-, mineros; algunos periodistas, algunos políticos y sindicalistas venidos a más – los más a menos-, y algún que otro curioso. Al margen, los que buscaron la foto o dieron el titular y salieron huyendo porque “esta no es su guerra”, como si uno pudiera abstraerse de cualquiera de las “guerras”, e incluso guerras, que hay en el mundo.
Más de trescientos kilómetros en sus pies, fatiga, esperanza, desesperanza; sentimientos que se entremezclan en una amalgama maldita que no les deja dormir si no fuera porque puede más el cansancio que la cabeza entretenida. Una foto de Santa Bárbara y un texto: “Solo nos arrodillamos ante ella”; un casco: “Mi padre también fue minero”, otro casco con la foto de una niña, una hija; muchas camisetas que redundan en frases escritas para la “lucha”: “Nos quieren quitar todo”; “No somos terroristas”…
Peregrinaje de negrura, de sombra que recorre la estepa castellana que arde bajo el sol de estío; caminar firme y ligero con la mirada puesta en la meta. Se apoyan, la música sobre todo es terapia, en cantos que mitigan su dolor, el de sus pies y el de su corazón.
Asturias, León, Teruel, quedan cada vez más lejos. Abandonan a sus madres, a sus hijos, su tierra y su sol para, algún día, reencontrarse con ellos y decir: “Valió la pena”.
Doscientas historias que nos redimen de nuestra crueldad con el ser humano, que nos reconcilian con las personas más allá de su credo, su bandera, su mirada; doscientas gestas vividas una a una y ahora, todas, en común.
Cae la tarde. Los voluntarios han recuperado los pies dañados y, sobre todo, la confianza en el objetivo. Los periodistas, entre ellos un freelance, redactan la penúltima crónica del día. Los políticos hace tiempo que salieron a atender asuntos “más” importantes. Poco a poco se apagan las luces en el pabellón donde descansan. Se hace la oscuridad. No tienen miedo: la mina es más oscura, y más negra, y más lóbrega. De la mina salieron casi todos, de aquí no saben si saldrá alguno. Los curiosos se asomaron, los aplaudieron, hicieron la foto y volvieron a sus menesteres. Nunca preguntaron cómo se llamaban, si sus hijos iban a la escuela o quién era esa mujer que les acariciaba la cabeza mientras eran curadas sus heridas.
Y lo peor, nunca creyeron que esta “guerra” también era su “guerra”.